Noticias | febrero 4, 2020

¿Por qué la equidad de género sigue siendo una meta lejana en América Latina?


Crecientes tasas de femicidios. Mayores niveles de pobreza. Responsables de las impagas tareas de cuidado. Menos opciones laborales y menores salarios. Marcada ausencia en cargos de decisión.

Esa es la situación generalizada que padecen las mujeres latinoamericanas. La equidad de género todavía parece lejana en la región pero, gracias a la revolución feminista en marcha, el tema se visibiliza, se discute, se denuncia. Y se pelea de manera masiva en las calles, gobiernos, parlamentos y tribunales para cambiar estas condiciones.

De todo esto se habló durante una semana en Santiago de Chile, durante la XIV Conferencia Regional sobre la Mujer, organizada por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en donde se reconocieron avances, se advirtieron retrocesos y se definieron retos.

La sede le dio un cariz especial al evento. Chile vive desde al año pasado una ebullición social con protestas multitudinarias que derribaron el mito que había convertido a este país en ejemplo del «exitoso» modelo neoliberal. Las y los chilenos no opinaban lo mismo y salieron a repudiar la desigualdad económica. Desigualdad que, como cualquier otro indicador, siempre afecta más a las mujeres.

Uno de los principales documentos de la Conferencia fue el Informe Regional sobre el Avance en la Aplicación de la Estrategia de Montevideo (que se aprobó en 2016) para la Implementación de la Agenda Regional de Género en el Marco del Desarrollo Sostenible hacia 2030. Es decir, para tratar de que dentro de una década se cumplan objetivos de igualdad de género, autonomía y derechos humanos de las mujeres. ¿Por qué esa fecha? Porque es el plazo que estableció Naciones Unidas para ejecutar 17 propósitos y 169 metas de desarrollo económico y social en el mundo.

En ese plan, la agenda específica de las mujeres es central.

El contexto no ayuda. América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo. En los últimos años se desaceleró el crecimiento económico, se estancó la reducción de la pobreza y la desigualdad, se deterioraron los niveles y la calidad del empleo y se reforzaron discursos discriminadores y conservadores que cuestionan derechos conquistados por las mujeres. La presión de los grupos ultraconservadores, que tienen en el presidente de Brasil Jair Bolsonaro a uno de sus principales aliados, es permanente.

Las estadísticas dan cuenta de la desigualdad. En 2017, el 30,2% de la población latinoamericana era pobre. Equivalen a 184 millones de personas. Pero por cada 100 hombres en condición de pobreza, había 113 mujeres.

En el mercado de trabajo la situación no está mejor. La participación laboral de las mujeres está estancada en un 50 %, mientras que la de los hombres es del 74,4 %. O sea que la mitad de las latinoamericanas no trabaja. Más bien, sí lo hace, pero en tareas informales o no remuneradas, principalmente en el hogar y en el cuidado de menores, enfermos y adultos mayores. La situación se agrava porque la mayoría de ellas no está cotizando para un sistema de pensiones. No tiene protección social alguna para la vejez.

La desigualdad suma rasgos racistas. Por ejemplo en Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Uruguay y Venezuela hay una baja asistencia de jóvenes afrodescendientes al sistema de educación superior. Y en Argentina, Brasil, Ecuador, Panamá y Uruguay, son las más afectadas por el desempleo.

El Informe de la Cepal enumera múltiples violencias como la obstétrica, la asociada a la diversidad sexual y por razones de género, lo que a su vez se asocia a la discriminación contra las mujeres indígenas y afrodescendientes, migrantes, con discapacidad o lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexuales. Porque las agresiones se bifurcan en una amplia diversidad de caminos que, de una u otra forma, han transitado todas las mujeres.

La faceta más grave es el femicidio. Todavía falta información estadística sólida y cohesionada a nivel regional, pero el Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe reveló que en 2018 más de 3.800 mujeres fueron asesinadas en 33 países por el solo hecho de ser mujeres. En términos absolutos, Brasil y México encabezan la macabra lista con 1.206 y 898 femicidios, pero El Salvador, Guatemala, Honduras y República Dominicana registran las tasas más elevadas en proporción poblacional. En la mayor parte de los casos, los crímenes fueron cometidos por parejas o exparejas de las víctimas, mujeres que murieron baleadas, golpeadas, acuchilladas, quemadas, estranguladas, descuartizadas.

Cada dato aturde. Hay que tomar un respiro para procesar el hecho de que entre el 25 % y el 33 % de las mujeres latinoamericanas haya vivido por lo menos alguna vez en su vida episodios de violencia física o sexual infligida por su pareja. En países como Bolivia, esa situación la han padecido seis de cada 10 mujeres.

El panorama tiene algunas luces. En los últimos cuatro años, por lo menos ocho países elaboraron planes de igualdad que incorporan enfoques, ejes y medidas de la Estrategia de Montevideo. También se crearon dependencias oficiales específicas y en gran parte de los países hay una atención permanente a la problemáticas gracias al activismo de miles de organizaciones feministas.

Los cambios sociales en materia de equidad de género son urgentes. Y para que ocurran, es fundamental la participación de las mujeres en los poderes del Estado. En este sentido, la buena noticia es que las leyes de cuotas ayudaron a que la presencia femenina en las bancas aumentara del 29,3 % al 31, 2% en los últimos tres años. Hasta antes del golpe de Estado, y de manera paradójica tomando en cuenta los altos niveles de violencia de género reportados en ese país, el poder legislativo de Bolivia tenía el récord de 53,1% de parlamentarias. Las tasas que rozan el 50 % de equidad en el reparto de los escaños rigen también en México, Costa Rica y Nicaragua.

En el Poder Judicial, las mujeres ya ocupan el 32,1 % de los cargos de los máximos tribunales de justicia, pero el techo del 30 % no logra superarse en el Poder Ejecutivo. Ni siquiera es que las presidentas todavía sean un caso raro, el problema es que no son incorporadas de manera equitativa a los gabinetes ministeriales. Y las siguen designado prioritariamente en áreas sociales, no económicas. Su participación es una deuda de la democracia.

La Conferencia en Santiago fue un buen recordatorio de los desafíos que tiene la agenda de género. Mientras debatían representantes de 33 países, 365 organizaciones de la sociedad civil, 14 agencias, fondos y programas del sistema de Naciones Unidas, 11 organizaciones intergubernamentales, los vicepresidentes de Colombia, Costa Rica y El Salvador y una veintena de ministras de la Mujer, la actualidad se impuso.

En Argentina, la alarma por los femicidios se activó de nuevo porque en el primer mes del año mataron a una mujer por día. En Ecuador, Lenín Moreno, hizo gala de su machismo y aseguró que las mujeres que denuncian acosos se «ensañan» con los hombres feos. En Chile, avanzan las causas por violación y agresiones sexuales de los carabineros en contra de las manifestantes que participan en las movilizaciones que no cesan contra el gobierno de Sebastián Piñera, quien, al igual que Bolsonaro y el expresidente de Argentina, Mauricio Macri, arrastra un largo historial de expresiones misóginas.

Las permanentes violencias de género no amilanan, sin embargo, a las millones de latinoamericanas que a diario siguen organizándose en la región para pelear por sus derechos. Son un ejemplo de lucha y resistencia.

Fuente: RT

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