Noticias | marzo 13, 2020

¡Desendeudadas nos queremos!


“Yo no voy a la marcha y tampoco hago paro. Mi empleador no me lo permite, si falto un día pierdo lo que gané y si me descuido hasta podría terminar presa.” Sandra tiene 45 años, una hija de 5, su marido maneja un camión de reparto y hasta hace 2 años ella nunca había trabajado. Dicho en términos contemporáneos: viene cumpliendo con “un trabajo no remunerado” de 24 horas diarias. En palabras de ella “siempre fui una ama de casa” y en términos de sus amigas… “me decían mantenida, una que se queja de lo poco que gana el marido pero no aporta un peso. Una vez me consiguieron trabajo en un supermercado, dejé al mes porque la mitad del sueldo se me iba en la señora que me cuidaba a mi hija… Dicen que yo tengo demasiadas pretensiones…”
“No hago paro porque yo soy mi propio empleador, y me tengo en la mira, me hago fichar” completa la ironía que empezó hace un rato. Hace 2 años que atiende su negocio desde la ventana del comedor de su casa. Sacó varios créditos, la mayor parte informales para tener este trabajo independiente que lleva adelante sola y que le ocupa las mismas 24 horas que el de ama de casa al que no renunció. El uso del masculino en este desdoblamiento no es un error gramatical. Hay algo de látigo y orden jerárquico en quien se endeuda para salir adelante. Empezó con pocos productos hoy es un minimercado. Es una emprendedora, como rasgo de personalidad y con toda la connotación capitalista de la palabra. Aún así, es esclava de su autonomía, tanto como las costureras de las multinacionales. Si deja de trabajar un día, corre el riesgo de quedarse sin su capital. De lunes a sábado, sin falta y a la misma hora aparece un cobrador a buscar la cuota de su progreso.
Emprendedoras pequeñas pequeñas
La historia comienza mucho antes: su marido, junto con el anillo de bodas le prometió que nunca iba a necesitar salir a trabajar. Hoy cree recordar que cuando escuchó eso, se sintió querida y aturdida, y que nunca terminó de entender si se trataba de una orden o un alivio. En principio, era un acuerdo económico, porque Sandra aportaba como dote la venta de la casa de su abuela mientras el novio, su fuerza de trabajo. “Mi abuela decidió saltear la línea hereditaria que recaía en mi papá y dejarme su casa, no sólo porque nosotras nos adorábamos sino porque consideró que si yo con 16 años me había ido a vivir con ella para cuidarla, debía retribuirme de alguna manera, muy feminista ella sin saberlo ni quererlo.” Con ese dinero el matrimonio sacó un crédito para comprar la casa donde viven. La última devaluación, la experiencia como cajera y su vocación agazapada, la decidieron a plantearle al marido destinar un aguinaldo en compra de mercadería. Ahorros no tenían. La idea del almacén casero era redonda en ese barrio de Ezpeleta donde el pavimento prometido por varios gobiernos nunca llegó. Cuando llueve y se inunda es más cómodo tener un negocio cerca y una vecina a la que se le pude tocar el timbre a cualquier hora. Parece haber nacido para esto: inventa promociones, compra lo que puede vender, se adelanta a los deseos de sus consumidores y consigue mantenerse a pesar de la fluctuación de precios. Pero además del olfato comercial, se necesitan insumos para prosperar en el negocio. Para eso existe un sistema diseñado que ayuda a adquirir equipamiento comercial a quien no puede ni soñar con comprarlo. Los requisitos para tener una heladera, un mostrador o un freezer en un día, son no tener plata, no tener acceso a crédito bancario y presentar un DNI, eso sí, que sea argentino. Se puede adquirir, por ejemplo, una heladera exhibidora de 470 litros pagando unos 650 pesos todos los días durante un año o un año y medio. “Abonás una pequeña cuota de lunes a sábados sin moverte de tu negocio, nosotros nos encargamos de todo”, dice el folleto.
¿Qué dirías que es lo mejor y lo peor de tu experiencia laboral? “Lo mejor, es que gracias a lo que gano pude anotar a mi hija en un colegio privado, que siento autonomía y no tuve que dejar a la nena con nadie, una vez por mes podemos salir a comer afuera, que es algo que me dio ilusión siempre y que a lo mejor, si es que no viene otro golpe de inflación como el del año pasado que me obligó a meterme en un crédito del Anses, deberíamos poder cambiar el auto. Lo malo: ahora mi marido es el que lleva a la nena al cine, a los cumpleaños, a la escuela; me levanto a las 5 porque a esa hora viene el repartidor de pan y aunque cierro a las 22 para comer tranquilos, siempre hay alguno que me toca el timbre a la madrugada por alguna urgencia. Tengo siempre en mi cabeza que a las 9 de la mañana viene el cobrador. Si me atraso unas 3 o 4 cuotas se llevan las heladeras. A mucha gente le pasa, por eso hay tantos outlets. De hecho, las mías las compré usadas. Tampoco creas que puedo remarcar como hacen los supermercados de verdad, los vecinos son rencorosos. Lo más malo: me siento muy sola tomando las decisiones. Si me equivoco, me equivoco sola, tan sola como siempre hice y sigo haciendo todas las tareas de la casa.”
Al día siguiente, en la plaza me parece reconocerla entre los abrazos de otras que cantan y avanzan bajo la lluvia. No está sola: las trabajadoras privilegiadas que podemos hacer un paro, las que tenemos un sueldo más bajo que el de los varones aún cumpliendo las mismas tareas, estamos aquí y en los países vecinos, con ella. Las privilegiadas que soportamos maltratos naturalizados porque así son las cosas, las que trabajamos en negro o bajo jefes que están tomándose un tiempo largo para deconstruirse, estamos luchando con ella. Y además, a diferencia de su abuela y de nosotras mismas años atrás, ahora además, lo sabemos.

Fuente: emergentes.com.ar

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