El hambre de siempre, más aislamiento social
Eva Rojas y su marido Héctor González la pasaron feo en la vida.
Cirujearon, pidieron en las iglesias y hasta comieron de la basura. A Héctor le tocó dormir meses debajo de un puente. Y cuando no alcanzaba el dinero para comer abundante en casa (o simplemente comer), llevaban a sus hijos al comedor de la escuela para que no se fueran a dormir con la panza vacía.
Todo cambió cuando dejaron Moreno y se mudaron a Merlo. Cuando vieron a sus hijos reflejados en cada una de las caras de los pibes y las pibas que andaban con los pies descalzos y usaban un shorcito en pleno invierno. Eva y Héctor hicieron un click y del ropero sacaron la poca ropa de abrigo que tenían y la repartieron entre la barriada de la zona oeste del conurbano bonaerense.
Pero no quedó ahí: en su casa, los sábados, empezaron a servir la merienda. Después salieron a preguntar: ¿Qué almorzaban lxs pibxs? Y les dieron el almuerzo. ¿Qué desayunaban? Y les dieron el desayuno. ¿Qué cenaban? Sopa de arvejas partidas. Eran 35 bocas que alimentar.
Pasaron los años.
A Eva y a su marido no les sobra nada: ella cobra la Asignación Universal por Hijo y él trabaja en una cooperativa, de donde obtiene un ingreso que apenas alcanza para sobrevivir. Sin embargo, delante de su casa en la localidad de Mariano Acosta (Partido de Merlo), cuatro veces a la semana funciona de manera autogestiva el comedor «Ángel Guardián», donde alimentan a más de 100 familias del barrio La Pradera. Y alrededores.
“En este momento la necesidad hace que se sumen familias y chicos de otros barrios y nos complica porque no recibimos las donaciones. La gente no puede llegar porque tiene que quedarse en su casa por la cuarentena. Por suerte nos ayudan a cocinar las mamás de los chicos que vienen a comer y el Municipio nos da una mano. Necesitamos alimentos frescos y no perecederos. Necesitamos ropa, calzado, barbijos, lavandina y jabón blanco”. La que habla es Eva.
Al comedor asisten chatarreros, personas con capacidades diferentes y migrantes. Son más de 100 chicos y 52 adultos cada día, en busca de una porción de guiso para sobrevivir hasta el final de la cuarentena.
Eva: “Muchas familias subsisten gracias a trabajos informales o changas por hora y se han visto terriblemente afectados por el aislamiento. Hay cada vez más chicos en el barrio que necesitan un plato de comida. Hay que convertir el aislamiento social obligatorio en una cuarentena solidaria”.
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¿Qué hacer frente a la pandemia en los barrios olvidados?
Si a los comedores cada día se acercan más familias.
Si en las villas porteñas –donde viven más de 400 mil personas–, en una misma habitación hay cuatro o cinco personas hacinadas bajo un techo de chapa.
Si no hay agua para lavarse las manos.
Si el nivel de circulación de gente en cada pasillito, en cada callecita de las villas, es un frenesí.
Si la amenaza del coronavirus está ahí y se puede volver incontrolable si entra en las villas.
Si una familia tiene que sobrevivir toda la cuarentena con algunos miles de pesos que ni siquiera llegan a un sueldo básico.
¿Qué hacer?
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«Los comedores comunitarios se convirtieron en un lugar de suma importancia, como los hospitales, porque vos tenés que sostener la emergencia sanitaria pero también tenés que asegurarte que la gente coma. No hay forma de que la gente le tenga más miedo al coronavirus que al hambre».
Manuel Alonso es delegado del FOL (Frente de Organizaciones en Lucha) y responsable de los comedores en la región de la capital más rica del país. Habla de un instinto de supervivencia: en las villas de las capitales y en los barrios de las periferias de Argentina, la población más vulnerable haría lo que sea por un plato de comida, más allá de si la epidemia que acosa es el dengue o el coronavirus.
En esta realidad compleja, los movimientos sociales, como el FOL, se ven obligados a suspender sus actividades “no esenciales”, como son las asambleas, los talleres de formación y las movidas culturales en los barrios. Son los comedores lo único que mantienen en funcionamiento.
Manuel cuenta su experiencia en el territorio: “Ante una situación tan crítica no podemos frenar lo indispensable, que es el plato de comida de cada familia al final del día. Al dictarse la cuarentena, todo aquel que vivía de las changas o tenía un trabajo informal pasó a tener sus ingresos en cero de un día para otro. Apoyamos las medidas preventivas y de aislamiento que tomó el Gobierno, pero si no se garantiza el plato de comida esas medidas no son aplicables”.
Y contextualiza: “En Capital hay 450 comedores reconocidos por el Gobierno de la Ciudad y debe haber otros 450 no reconocidos que funcionan en casas, informalmente. El Gobierno entrega 30 mil viandas por día en los CPI (Centros de Primera Infancia) y 130 mil raciones insuficientes en comedores comunitarios, que funcionan bajo dos tipos de programas. Hay algunos bajo convenio, en los que el Estado baja subsidios y sueldos para las cocineras, pero esos programas ya no funcionan. Y hay otros comedores que son asistidos: el Gobierno entrega alimentos frescos y secos, y ahí intervienen las organizaciones sociales con mayoría de voluntarios que cocinan entre seis y ocho horas por día”.
La propuesta de los movimientos sociales es armar comités de crisis y de emergencia con todos los actores sociales y los referentes territoriales de los barrios, para ver cómo se canaliza la ayuda del Estado. Y que esa ayuda le llegue realmente a la gente que lo necesita.
«No hay forma de que la gente le tenga más miedo al coronavirus que al hambre.»
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En la villa 31, en Retiro, Victoria Rodríguez es vecina y además cocinera del comedor «Gustavo Cortiñas» que tracciona el movimiento La Poderosa desde hace cuatro años. Victoria es una de esas voluntarias que cocinan entre seis y ocho horas por día, de lunes a viernes, para servir la merienda y la cena. Y ahora, a causa de la cuarentena y la mayor demanda de alimento, también los domingos hacen ollas populares para cubrir el almuerzo de la gente del barrio.
«La situación en la villa es crítica. Ver a la gente que va todos los días con su tupper te parte el alma. No les alcanza con la vianda que les dan a sus hijos en las escuelas. Muchos necesitan un plato de comida para que los chicos coman a la noche».
Victoria es, además, una de esas personas que necesitan del comedor: se trae la cena para sus hijos.
No dan abasto y no alcanzan las donaciones, porque son más de 100 familias por día y un total de 418 raciones. Para peor, el Gobierno de la Ciudad reconoció la exitencia del comedor hace apenas un año y medio. Ese reconocimiento significa la entrega de mercadería… para cubrir 70 raciones.
Victoria: «Las familias se llevan porciones para compartir entre cuatro, cinco y hasta diez familiares. Por eso lo que envía el Gobierno no alcanza. Nos mandan milanesas y eso no rinde para varias personas. Entonces preparamos un guiso de lentejas, una salsa. Hacemos magia».
En total son seis cocineras que se reparten el arduo trabajo durante toda la semana: no solo cocinan, sino también brindan contención. Les preguntan a las personas cómo están y qué necesitan. Les hablan a aquellas mujeres que sufren violencia de género, que abundan en los barrios. Cada vez más.
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Juan Manuel Mauro es uno de los referentes territoriales que tienen los barrios periféricos de la Ciudad. Es secretario de la Escuela Media “Carlos Geniso” del Bajo Flores, militante y “un docente preocupado”. Con su compañera, Patricia Miranda, consiguieron gestionar la entrega de un bolsón de alimentos no perecederos y artículos como lavandina, shampoo y papel higiénico para las familias del barrio que no tienen vacantes en los comedores comunitarios y tampoco reciben ayuda en las escuelas.
Juan Manuel: “En este contexto de pandemia y aislamiento, los que más están en riesgo son los humildes. No es fácil cuidarse y cuidar a la familia sin un plato de comida y elementos de higiene. Nadie va a quedarse en su casa a morir de hambre solo y en silencio. Nosotros contenemos la situación como podemos”.
Patricia: “En los barrios no hay alcohol en gel, no hay lavandina ni repelente. Acá en el Bajo hay mucho dengue. Te dicen ‘quedate adentro’ pero es un caos porque las casas son de uno por uno y no hay lugar para tanta gente amontonada todo el día. Hay basura acumulada en las esquinas. No fumigan. Juntamos firmas para que fumiguen y todavía no lo hicieron”.
«Lo que envía el Gobierno no alcanza. Entonces preparamos un guiso de lentejas, una salsa. Hacemos magia.»
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En Tucumán, la Costanera es uno de los barrios que concentran el núcleo duro de la pobreza: viven al margen y aislados de la capital. Ana Ruiz de Huidobro es una de las delegadas del FOL que trabaja con los comedores comunitarios en ese territorio, donde el coronavirus ya se llevó dos vidas y el dengue hace estragos en los barrios con agua estancada y espacios verdes con yuyos altísimos.
Ana: “Al Gobierno de la provincia y al Municipio les exigimos comida, insumos de higiene personal y elementos de limpieza. Pero también les exigimos políticas de control y prevención contra el dengue, que mantengan los espacios verdes, los canales de agua, que fumiguen. Y vemos que en los barrios de mayor poder adquisitivo están fumigando. Nosotros hasta hoy no tuvimos respuesta”.
Ana remarca que la problemática del dengue les toca muy de cerca, porque tienen compañerxs y familiares enfermos que no pueden acceder a la salud y a los test específicos que tienen que hacerse para saber el tipo de dengue que les afecta.
Pero los habitantes de los barrios olvidados de Tucumán tienen que preocuparse por otras epidemias igualmente dañinas. En plena cuarentena, la Policía tucumana no permitía que les vecines se acercaran hasta los comedores comunitarios para retirar la comida.
A esto se les suman detenciones arbitrarias a les integrantes de las organizaciones sociales que tenían sus respectivos permisos y credenciales para circular por la calle.
“Tuvimos que ir comisaría por comisaría para dejar en claro cuál es nuestro rol, cuál es nuestra tarea en los barrios. Dependemos de la voluntad de cada policía, ya que no tenemos un diálogo fluido ni con el Gobierno ni con los Ministerios. No levantan los teléfonos”.
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Hace algunos años, Carmen Barraza perdió a su hija Gimena y a su nieto Lautaro. Al cumplirse el aniversario de ese momento tan doloroso en su vida, Carmen pensó que debía hacer algo con su angustia. Algo que resultara transformador: cumplir el sueño de su hija de tener un merendero comunitario. Con ese espíritu se creó el comedor «Copita de Leche, Gime y Lauti» en la olvidada zona sur del Gran Buenos Aires, en José Mármol, Partido de Almirante Brown.
El espacio abierto a la comunidad es la propia casa de Carmen, donde el patio está acondicionado como salón comedor: «Es chico, pero los chicos están en un lugar confortable, lo que quizás no tienen en sus casas. Un merendero es más que darles de comer, es un lugar de contención. A los chicos tenés que conocerlos, entenderlos. Es muy lindo verlos crecer. Los esperamos y los cuidamos como si fueran nuestros hijos».
Antes de que empezara la cuarentena, «Copita de Leche» recibía alrededor de 70 chicos de «los barrios más necesitados», y de martes a jueves les servían la merienda. «Lo que hacemos es muy transparente, es una lucha a pulmón, y con el sacrificio de mi familia hacemos rendir todo. Tuvimos una infancia humilde, sabemos que con un poquito de arroz hacemos un montón».
La primera semana de aislamiento obligatorio, el comedor entregó pan y facturas. También tortas fritas. Llamaron a las mamás del barrio para que vayan a retirarlas. Ahora están parados, se ayudan entre los vecinos, pero cuesta conseguir alimentos porque las donaciones no llegan.
Carmen está nerviosa. La pone mal que haya pibes sin comer, no poder ayudar desde su casa y que no haya leche para la merienda.
Quiere decir algo más sobre su merendero, sobre los barrios olvidados de la Argentina profunda, sobre el hambre y sobre los virus letales que matan y no salen en los diarios.
Carmen hace el esfuerzo pero no puede. Su voz se quiebra.
Fuente: Revista Crítica