La casa de Diana y Lohana | abril 29, 2020

Partera, trans y mapuche: cómo sobrevivir a la discriminación y traer vida en medio de la pandemia


Una tanda de aplausos la sorprendió por completo. Se escuchaban afuera de su casa, pero parecían muy cerca. Claudia Ancapán Quilape no lo esperaba, pero los de la noche del 7 de abril eran para ella: una mujer trans de 44 años, matrona, mapuche y sobreviviente, que desde hace varios años trabaja en una clínica en Santiago y donde hoy, en medio de la pandemia de la Covid-19, sigue asistiendo partos, cesáreas, haciendo controles ginecológicos, controlando embarazos y enfermedades gestacionales, entre otras labores propias de la obstetricia y puericultura, la carrera que estudió.

Esa noche, algunos de sus vecinos replicaron la escena de agradecimiento hacia los profesionales de la salud que batallan desde la primera línea, una costumbre que se inició en Italia y se extendió a muchos países, en sintonía con la expansión del virus por el mundo. Claudia tuvo que salir a confirmar lo que escuchaba. Dice que no lo podía creer.

―¡Bravo, Claudia, bravo! ―le gritaron desde un balcón―. Te esperábamos, vecina, te mereces todos los aplausos.

―Muchas gracias… ―Claudia hizo una pausa, miró alrededor, después se quedó un rato viendo hacia arriba, sonriendo―. Gracias a todos.

Eso nunca se le va a olvidar, cuenta a Presentes. Nadie la había aplaudido así, en público, desde que decidió hacer su transición en el año 2005. Ni siquiera cuando presentó la tesis de grado que le permitió recibirse con honores después de una larga investigación sobre personas trans, comercio sexual, contagio de infecciones de transmisión sexual y atención en los servicios de salud, en la Universidad Austral de Chile, donde empezó a estudiar con su identidad biológica.

Y ahora, de quien menos lo esperaba era de sus vecinos. Hasta hace poco enfrentó algunos momentos incómodos e intentos de discriminación en su propia comunidad. Claudia dice que ya está acostumbrada, de tantos golpes que ha llevado en la vida. Pero esta vez no fue por su identidad o sus raíces, sino por su profesión. Coincidió con las denuncias que hizo el Colegio Médico de Chile durante los primeros días de abril, sobre medidas discriminatorias que se estaban tomando en algunos edificios en contra del personal de salud, restringiendo el uso de ascensores y espacios comunes, además de exigirles que se hicieran cargo de su propia basura, entre otras cosas.

“Los primeros días me tocó educar en mi comunidad. Había mucho miedo, y tuve algunas diferencias con un vecino en particular. Me cuestionó mi rol, pero desde el pánico. Y aunque entendí su reacción, me vi obligada a detenerla. Lo convencí de que me escuchara y le conté todas las medidas de seguridad que tomo cada día al salir de mi casa, en mi trabajo, y al regresar. A todos tuve que hablarles de esto, y hacerles entender que si el personal de salud no hace el trabajo, quién más lo va a hacer”, cuenta Claudia al teléfono, un lunes mientras descansa en su casa, después de volver de un turno de 24 horas seguidas en la clínica.

Familia evangélica y orígenes indígenas
No le tocó una vida fácil, como a la mayoría de las personas trans. Nació en Santiago, pero su infancia transcurrió en pueblos del sur de Chile. Creció en la dictadura de Augusto Pinochet, en un entorno evangélico y en una familia de origen indígena. Es la penúltima de seis hermanxs, pasó por un colegio rural, una escuela pública y más tarde, a pesar de la religión que se practicaba en su casa, llegó un colegio católico en Puerto Montt, una de las ciudades símbolo de la colonización alemana en Chile.

“Esa fue una decisión muy aspiracional, de status, porque en Chile lamentablemente es muy común que el colegio sea clave en tu futuro profesional. En ese colegio católico había mucho blanqueamiento y yo era un punto negro. Pero me dediqué a estudiar y a tener las mejores notas para que nadie pudiera criticarme o señalarme por otra cosa”, relata Claudia.

A los cinco años tuvo el primer encuentro con su identidad de género. No lo recuerda, pero lo sabe por lo que su mamá le contó años después. “Yo quería estar constantemente rodeada de niñas, jugando con muñecas, siempre en contacto con la fuerza de mi mamá y mis hermanas, porque me sentía más cómoda en ese lado del género. También quería tener el pelo largo, como Dorothy Gale, del Mago de Oz, pero me hacían cortes militares porque en dictadura todos los niños varones debían llevar el pelo así”, dice. Tuvo crisis de ansiedad, pánico y algunos episodios de anorexia desde muy temprano. Y aunque sus padres la llevaron a muchos médicos, ninguno supo leer lo que le pasaba. “Sufría mucho porque quería ser una niña y no podía. En ese momento el desconocimiento sobre estos temas era total”, recuerda.

Decidió estudiar obstetricia porque sospechaba lo que le pasaba, pero no tenía mayores referencias. En un par de libros que encontró en una biblioteca pública, leyó que en otros países existía algo llamado cirugías de reasignación de sexo. Ese hallazgo fue uno de sus primeros faros para seguir el camino y no rendirse.

“El conocimiento fue mi salvación. Decidí que si no iba a tener acceso a especialistas, porque en esa época era impensable, entonces me acercaría a la ciencia yo misma, y para eso tenía que especializarme en esta área de la salud, para conocer mi anatomía”, señala. Aprovechó para estudiar mucho sobre hormonas y puso su cuerpo a disposición de estudios clínicos.

Violencias y discriminaciones
En la universidad vivió muchos episodios de violencia física, institucional y discriminación. Poco antes de recibirse, un grupo de neonazis la atacó de la misma forma en la que años después otro grupo similar atacaría a Daniel Zamudio, en Santiago. La golpearon hasta destrozarle la cara. También la violaron. “Fue muy duro superar ese episodio, pero siempre digo que fue un lapsus en mi vida que al final sólo me fortaleció. No ganaron quienes me hicieron eso, porque no me mataron, sólo me empujaron a cumplir con algo que parecía imposible: que una transexual se titulara de matrona en un país tan retrógrado y patriarcal como Chile”.

Años después de pasar por varios hospitales del sur, Claudia se mudó a Santiago pero nadie quería contratarla después de que la despidieron del Hospital San Borja. Soñaba con hacer carrera en la maternidad de ese centro público de salud. Como le cerraron las puertas de todos los hospitales y clínicas de la ciudad, pasó tres años buscándose la vida con varios oficios, sobre todo en el rubro de la comida rápida.

La muerte de su padre, en 2007, fue uno de los impulsos finales para tomar la decisión de vivir “a tiempo completo” y abandonar la doble vida que dice que llevaba antes de transitar. Y no afectó tanto a su familia como al gremio médico y a su entorno laboral cercano. “Para el círculo profesional en el que me movía fue un insulto. Me decían que esto iba a anular mi credibilidad al momento de trabajar, porque la transexualidad se asociaba con la prostitución. Eso aún me pasa hasta el día de hoy. Una vez, mientras buscaba trabajo, una doctora me dijo que lo mío era una enfermedad mental y que nunca más podría ejercer”, recuerda.

“Lo que más me inspira de la causa mapuche es su resistencia”
Claudia es una persona resiliente, en parte por todos los obstáculos que tuvo que superar. “Tengo el carácter fuerte, el de una mujer sobreviviente a la violencia en todas sus formas”, dice. Pero también está convencida de que sus raíces mapuche tienen mucho que ver en su forma de afrontar el camino y llegar hasta el lugar donde hoy está. “Muchas veces me han discriminado sólo por cómo me veo, porque es evidente que tengo raíces indígenas. Para mí, la discriminación siempre ha sido doble”, añade. Eso la hace sentirse más orgullosa de sus orígenes, de su familia y de su comunidad.

A las marchas del 8 de marzo o a las manifestaciones de la diversidad suele ir con alguna prenda típico de su pueblo, como la bandera Wenüfoye. Una vez fue a una marcha del Orgullo con un cartel que decía, en mapudungún: “Tu libertad será real cuando te logres soltar del peso que no necesitas”. Iba vestida con un quetpám, un prendedor sikil colgado en el pecho y un trarilonko en la cabeza, a la altura de la frente.

Pero aun así, Claudia reconoce que su vinculación con la causa indígena no es tan profunda como quisiera y se arrepiente de no haber aprendido la lengua de pequeña, cuando escuchaba a su madre hablar. De adulta hizo varios cursos y el más reciente fue en modalidad online. En paralelo, estudia sobre coronavirus, mientras la curva en Chile sigue ascendiendo y supera los 10 mil casos.

“Lo que más me inspira de la causa mapuche es su resistencia, cómo lucharon contra los conquistadores, cómo cuidan sus tierras y a todo el ecosistema“, confiesa Claudia sobre este pueblo al que por años han discriminado de muchas maneras en su país. Un estudio reciente de la Universidad de Talca sobre discriminación racial en Chile, reveló que la mayoría de lxs chilenxs prefiere despojarse de cualquier vinculación indígena y cree que tener un apellido mapuche puede ser perjudicial en la búsqueda de empleo o ascenso en alguna empresa. Claudia dice que esa realidad le parte el corazón.

Este año, tenía planes de viajar al sur a internarse en una comunidad indígena para aprender más de ellos, y de lo que ella también es, desde la cotidianidad y no desde los libros, la academia o la historia familiar. Pero el coronavirus le cambió la brújula y las prioridades. Por ahora, Claudia sigue en Santiago trabajando, atendiendo urgencias, asistiendo a médicos en pabellones quirúrgicos. En sus redes sociales y entorno cercano, comparte información útil que puede ayudar a prevenir contagios. Cada vez que llega a su casa, la rutina es la misma: se saca la ropa antes de entrar, la deja en una bolsa para lavarla de inmediato, se ducha, desinfecta lo que tocó, hace aseo en el baño, y así va, todos los días, muy consciente de cada paso que da: “Soy vulnerable y no niego que a veces siento miedo, pero hago todo lo que puedo por protegerme a mí y a mi comunidad. Este es el rol que me tocó y estoy agradecida con la vida por eso”.

Fuente: agenciapresentes.org

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