Nos sostienen las redes feministas
Como nunca antes, en este estado de excepción que como un gato acomoda su letargo en el sitio más diminuto para mimetizarse en una nueva normalidad, el tiempo corre a un ritmo que observamos alterado. Se mide como en la cárcel, día por día. Se dilata o se contrae según el insomnio o el número de muertes que se anuncian como el pronóstico del clima. Se paraliza con la pregunta que las que somos madres sabemos una estocada ¿qué comemos hoy?
El tiempo es un chicle viejo y pegajoso cuando otra vez hay que limpiar, lavar los platos, la ropa, echar lavandina en los picaportes y en las patas de los perros, coser los tapabocas, hacer las tareas con hijes que no dan más de ver siempre las mismas paredes, las mismas caras; que además tienen miedo, porque el tiempo se cuenta en muertes. Primero fue en Italia, después España, ahora nuestra América con Brasil y su presidente desquiciado liderando la crueldad capitalista y fanática religiosa, exhibiendo las fosas comunes como la boca abierta que se tragará esta humanidad.
Y mientras el tiempo es una liebre cuando corre detrás de la aceleración de las nuevas infecciones por covid-19 en los barrios vulnerados y la angustia y la impotencia son las que ganan la carrera frente a la falta de agua potable en los mismos barrios, largamente denunciada, nos damos cuenta de que los días ya son cortos, que llega a la hora de la merienda el violeta de la última luz en el cielo que no deja de ser una sorpresa en estos días de encierro y sol persistente, un abrazo para quienes lo vemos desde las ventanas acá en la ciudad, uno de esos que no podemos darnos pero es sequía en el Paraná que languidece en sus niveles históricos más bajos y peces muertos en las orillas.
Y nos damos cuenta de que todo esto empezó antes del 24 de marzo de este 2020 que nos dejó sin marcha por primera vez desde la vuelta de la democracia, sin esa cita que es por la Memoria y la Justicia y contra la impunidad de los crímenes del Terrorismo de Estado y es también una cita con los afectos construidos en resistencia, al mismo tiempo que vivimos y sobrevivimos, festejando a veces, masticando rabia otras, saliendo masivamente en acuerdo común y determinado como cuando se quiso volver a imponer la impunidad a través de la aplicación del 2×1 para genocidas. No pudieron.
Ahora la corriente del tiempo, su particular paso en estos días, nos deja en la orilla de junio. Y otra vez no vamos a estar en la calle. No habrá fiesta feminista el 3J, esa fecha que se instaló en el calendario en 2015 cuando dijimos masivamente y por primera vez ¡Ni Una Menos! Cuando desde la calle y en la forma de ocuparla le dimos sentido a la consigna y la bajamos de la banalidad de la foto con el cartelito y la corrección política. Cada tanto vuelve a circular en redes la foto de Juan Darthes con el suyo diciendo Ni Una Menos, o la del propio Mauricio Macri al que denunciamos al año siguiente en el primer Paro Nacional de Mujeres por la brutalidad del ajuste y el fin de la moratoria previsional de la que se beneficiaban principalmente las amas de casa que habían trabajado en cuidados toda su vida sin cobrar ningún salario. Y después, en 2017, cuando señalamos en acción callejera el brutal endeudamiento que los fondos acreedores pretenden cobrar ahora como si nada, a pesar de la pandemia, a pesar del empobrecimiento de este país, a pesar de cómo estamos constatando que la desigualdad mata. “La deuda es violencia”, “La deuda es obediencia”, dijimos entonces -y seguimos diciendo- y es algo que sienten en el cuerpo las que cobran la AUH y hasta hace poco se les descontaba mes a mes la cuota de los créditos que tuvieron que tomar para pagar la subsistencia cotidiana.
Pasaron 5 años de aquel 3J, de aquella primera ocupación de la plaza de Los Dos Congresos, tan repleta que era imposible moverse, tan diversa en su composición, tan llena de dolor y poder porque era la primera vez que esa masividad que se replicaba además en ciudades y pueblos del interior tenía como primer punto de agenda la denuncia a los femicidios, a la violencia machista, a la violencia sexual. Y ese solo acto fue una revalidación colectiva de las voces que siempre eran puestas en duda o culpabilizadas por dónde estaban o como vestían. Y aunque todavía esos mecanismos sigan poniendo a funcionar su maquinaria de crueldad, su servilismo al patriarcado, la condena social que construimos es poderosa y sigue creciendo. Aun en cuarentena.
Aun ahora esa contraseña contra la violencia que significa Ni Una Menos tiene la potencia de acompañarnos, de ser el lenguaje común contra la violencia de género que toma el territorio doméstico en el que tenemos que estar confinadas para cuidarnos de un virus sin tratamiento ni vacuna pero dónde muchas y muches quedan expuestas a lo que produce ese encierro: las violencias que ya existían se agudizan, las tareas que caen sobre los cuerpos femeninos se multiplican, la pérdida del lugar social de los varones se agrava cuando no hay cómo conseguir ingresos, el afuera está restringido y la implosión sucede dentro, se traduce, otra vez y hasta cuándo, en más violencia. Las líneas de ayuda para poner freno a esas violencias colapsan, los femicidios se cuentan a diario aunque no haya cifras oficiales ni tiempo para poner esas cifras en alguna grilla. Los métodos son crueles, los asesinos ahora son siempre parejas o ex parejas, descartada la calle, queda expuesta la violencia puertas adentro que mata en este país y en el mundo y recrudece en esta excepción de una cuarentena global contra una pandemia que agudizó la situación endémica de la violencia machista.
A veces el lenguaje se acelera cuando nos encontramos repitiendo lo mismo una vez y otra, como en el párrafo anterior. Es como si las palabras se escaparan por la fisura de un dique hasta que lo rompe y entonces viene el alud de agua, barro, restos, limo. Algo así pasó en 2015 y seguimos navegando sobre ese tsunami que nombramos marea porque desde entonces no se detuvo. Como para dar una idea del tamaño de las transformaciones: cuando en mayo de 2015 discutíamos en ese primer grupo, bastante arbitrario en su composición, el documento que se leería el 3J en el escenario, la palabra aborto fue impugnada y casi casi lo fue también la Educación Sexual Integral por miedo que esas demandas expulsaran a las mayorías y se perdiera el efecto buscado de la movilización contra los femicidios. La ESI quedó en el documento y el derecho al aborto se nombró como derecho a elegir cuántos, cuándo y con quién tener hijos (faltaba ¿mucho? para decir hijes). Ese año la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito cumplía 10 años. Fuimos a llevar el documento que habíamos conseguido para el 3J al escenario del festejo, en el Congreso. Apenas alcanzaba a cubrir una esquina. Tres años después, en 2018, dos millones de personas acampaban durante 24 horas para arrancarle a la Cámara Baja la media sanción al proyecto de la Campaña y ese amanecer callejero es uno de los recuerdos que quedan en el cuerpo como un sello emocionado. Aborto ahora se dice en voz alta. Lo discutimos desde la salud pública, desde el deseo, la autonomía, la libertad, la desigualdad. Y con las voces más variadas. El aborto se metió en la mesa familiar, fue diálogo y complicidad intergeneracional. Haber abortado, elegir abortar, demandar un aborto por las causales que ya son legales no es ninguna vergüenza. Y Será Ley. Aunque sigamos en cuarentena.
De esos saltos del duelo a la lucha desafiante, de las heridas que registramos a la fiesta de estar juntes y juntas se hicieron estos cinco años que parecen no caber en los cuadraditos que dicta el calendario pero que habitan nuestros cuerpos, los hacen otros y en estos cuerpos que somos hay promesas que nos hacemos a futuro. Porque sí, queremos cambiarlo todo como dijimos en octubre de 2016 cuando nos preguntaban “¿Pero, ustedes qué quieren? ¿Cómo se les ocurre llamar a un paro?”
Estos cinco años, aniversario redondo o semi redondo por una convención numérica, porque a les niñes les resulta fácil encontrar los múltiplos de ese número y la tabla se recita como un canto de ronda, no nos van a encontrar en la calle. Pero la cita no se va a pasar a por alto. Porque las redes feministas que se hicieron poderosas en estos años desbordan también el aislamiento. Mientras los contagios por covid-19 crecen en las villas, se tienden las manos entre las asambleas feministas que se formaron en esos territorios al calor de la revuelta que transformó cuerpos, subjetividades, modos de entender la economía, la justicia, el amor, la cultura y la política. Son compañeras feministas dentro de las organizaciones sociales las que acompañan a otras para salir de la violencia. Son las trabajadoras sexuales organizadas las que asisten a trans y travestis, la población más vulnerada, para que tengan alimentos, para que no las desalojen de los hoteles precarios donde la mayoría vive. Son trans y travestis quienes organizan donaciones para internades en hospitales todavía sin saber si tienen o no Covid-19 y sus hijos e hijas. Son feministas las que dentro de los hospitales y centros de salud se cuidan y organizan cuidados para quienes cuidan, las que atienden los abortos legales que no pueden esperar, las que entienden que hay emergencias que atender aun dentro de esta emergencia. El tiempo, para quienes se sostienen de estas redes, no está detenido; todo se posterga cuando hay alerta feminista. Se denuncia el tratamiento mediático de la violencia al mismo tiempo que se organizan ollas populares, se juntan donaciones, se alberga a las amigas y amigues que por alguna razón, las más de las veces la violencia, tienen que dejar la casa donde están. Estamos, a la vez, discutiendo un documento común, cruzándonos en reuniones virtuales cuando se puede, interpelando a los Estados.
No estaremos en la calle, pero estamos para nosotras, para nosotres.
Hay una larga historia de los feminismos en nuestro país. El hilo más fuerte se extiende a lo largo de los 33 años de Encuentros Nacionales de Mujeres ahora renombrados en Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans porque la revuelta exige que todas las existencias sean nombradas. Los pueblos originarios, las compañeras afro, la militancia gorda, les secundaries, las villeras, las campesinas, las presas, las migrantes, las viejas que marcharon el último 8M con una bandera que hablaba de revolución y antes de que pudieran aspirar ese aire propio tuvieron que volver a sus casas, lejos de las otras pero no tanto como para no seguir conectadas nombrando potencias, placeres y conflictos. No hay enumeración que pueda ser suficiente, porque además no se trata de enumerar como quien hace un inventario. En todo caso de intentar dar cuenta de esta marea que se agitó y se agita por la dignidad de la vida, para cada una y por todes.
No estamos en la calle pero seguimos creciendo, sostenidas de nuestras redes feministas.
Fuente: Página 12