Noticias | julio 9, 2020

Mariana Dopazo: «No somos víctimas, somos desobedientes»


“La potencia política de las exhijas y exhijos de genocidas tiene esta característica: el repudio más íntimo, el último cobijo que no tienen y se inscriben en la línea de memoria y fundamentalmente de justicia”. La definición le pertenece a Mariana Dopazo, exhija del genocida Miguel Etchecolatz en su primera y reciente aparición televisiva en la serie “Historias debidas” de Canal Encuentro. Mientras el capítulo se emitía y Dopazo recordaba que al concluir la dictadura Etchecolatz fue jefe de seguridad de Bunge y Born, los canales de noticias hacían la crónica del banderazo que asimilaba patria y bandera con los intereses de la empresa Vicentin. Azarosa coincidencia y nuevas resonancias para el testimonio de Mariana Dopazo. Una voz inesperada que emerge públicamente en 2017 para repudiar la herencia genocida de su padre y la resolución de la Corte Suprema que pretendía otorgarle beneficios a los procesados o condenados por crímenes de lesa humanidad. El mismo contexto en el que nace “Historias desobedientes” un colectivo único en su tipo que agrupa a hijas, hijos y familiares de genocidas que están colaborando activamente en los juicios a los represores.

El proceso que inició Mariana Dopazo con el cambio de apellido la encuentra habitando una nueva identidad política que ella define con la categoría de “exhija”. El mismo camino de desafiliación que eligieron otras hijas de genocidas como Mariana Rubio en Mendoza o María Luz Olazagoitía en Rosario. Hoy Mariana Dopazo pone la palabra pero también el cuerpo, como gesto de afirmación de un camino personal que no podría comprenderse sin la fuerza del movimiento de derechos humanos en la Argentina. Y podríamos agregar, sin la fuerza de los feminismos que la empujan a pensar su proceso de desafiliación y su desobediencia al mandato patriarcal en clave feminista: “Con nuestro testimonio como exhijas venimos a decir que se puede ser otra cosa, que no estamos enganchados a un destino trágico como si fuera un ópera o como un Ícaro lanzado al sol”.

–Cuando se conoció la resolución de la Corte Suprema, ya te habías cambiado el apellido. Es decir que en tu fuero íntimo ya habías afirmado el repudio al padre genocida. ¿Qué te empujó a romper públicamente?

–Me empujó que se levantaba una valla que para mí era una profanación absoluta. O sea, no había un más allá. Era la posibilidad de que estos tipos pudieran a volver a estar dentro del cuerpo social. Eso se tornó intolerable. Aun con el cambio de apellido. Yo ya había hecho un proceso personal, o sea que no me afiliaba nada. Pero me pareció que en ese momento –y me sale así– la justicia se volvió injusticia. Los juicios ubicaron a los genocidas donde tenían que estar: en una cárcel común y se abría la posibilidad de que volvieran a rozar sus cuerpos con sus víctimas.

–La marcha contra el 2×1 fue tu primera marcha con las banderas de los derechos humanos. ¿Cómo es la experiencia de dejarse atravesar por lo colectivo? De habitarlo.

–Me llevó el cuerpo y me llevó ese cambio subjetivo. Lo pude hacer después de haberme cambiado el apellido. Y me pasan dos cosas. Una que es algo conmovedor, que me empezó a pasar y no lo pude dejar más. Me parece también porque lo anhele mucho.

–Salir al espacio público y romper el mandato de silencio fue un paso que dieron también otros hijos e hijas de genocidas. ¿Qué miedos o temores a no ser comprendidos provocaba esta salida a la esfera pública?

–Era uno solo. Era una gran preocupación que me hizo vacilar muchas veces en los inicios. Un intento de emparejamiento de ex hijas y ex hijos de genocidas con víctimas. Eso fue algo que me desveló desde el principio. Una cuestión muy sensible para las víctimas, la gran preocupación para mí era esa.

–No colonizar el espacio de las víctimas del terrorismo de estado

–Exactamente. Porque además nosotros no hemos sido víctimas.

–Ese es el primer subrayado.

–Y después se me arma la respuesta, que es lo que me tranquiliza. No somos víctimas. Somos desobedientes. O sea, hemos desobedecido un mandato absolutamente potente, patriarcal y jerarquizado. Hemos roto, hemos desobedecido esa norma. Y no sólo hemos desobedecido sino que además los hemos expulsado de una función que nunca han habitado. Porque han habitado el horror. Yo no me siento una víctima. Nunca me sentí así. No, no… eso me quemaba la cabeza.

–Cuando tenías quince años Etchecolatz te lleva al cine a ver La historia oficial. ¿Cómo fue?

–Sí, me lleva a ver La historia oficial en un acto tremendo. Porque entramos y salimos del cine en silencio. Además no era una actividad que llevábamos a cabo habitualmente. Etchecolatz no participaba de ninguna actividad familiar. Entonces hasta lo podríamos llamar una rareza. Y está la escena donde Alterio le aprieta las manos a ella en una puerta. Esta todo ahí… No te estoy diciendo “él hizo eso”, pero está todo en esa escena. Entonces salimos del cine, y fue puro silencio. Entonces tuve que hacer un armado propio para eso.

–¿Puro silencio? ¿No habló? ¿No te explicó porque te llevaba a ver esa película?

–Nada. Hubo sí, silencio. ¿Qué fue muy difícil también no? Esto lo puedo decir después de mucha elaboración. Me llevó a ver, me mostró el horror y la perversión de lo que hizo. Y después en silencio se retiró. Y me dejo ahí…

–¿Fue una de las últimas veces que lo viste?

–Sí, sí… El silencio es lo que marca fatalmente la historia con Etchecolatz, no sólo en lo personal sino el silencio en todos los ámbitos. El silencio es tremendo. Tremendo… La potencia cruel de Etchecolatz tenía esa efectividad, amedrentar al otro. Entonces esas vivencias eran de mandatos de silencio, de esto no se habla.

–¿Cuándo comenzás a alejarte del entorno de la “familia policial” y a interpelar sus narrativas? ¿Qué papel jugaron en esa toma de distancia los procesos de justicia?

–Varias capas: la elaboración en la dimensión de lo privado y la dimensión de lo público y Etchecolatz. Por supuesto que se entrecruzan. No es una y otra, es una con la otra. A nosotros en lo personal nos alejó del horror, fue poder sacarnos a Echecolatz de encima… Con el advenimiento de la democracia, Etchecolatz nos lleva a vivir a Brasil, él empezó a trabajar para el grupo Bunge y Born.

–A cargo de la seguridad.

–A cargo de la seguridad de todas las empresas de Bunge y Born. Nos vamos a Brasil y aparecen las primeras voces y la cuestión de los juicios. Etchecolatz, sin esperar un segundo, lo que dice es que se volvía a su país porque nadie iba a ensuciar su nombre después de lo que él había hecho por la Patria. A partir de eso empieza para nosotros y fundamentalmente para mí, introducirme en la vertiente de la dimensión pública. Yo podía pensar el repudio a Etchecolatz desde lo más íntimo por lo hijo de puta que fue el familiarmente, como podría hacerlo cualquier piba o pibe. Pero ahí la vida se volvió bastante más oscura porque cuando se inician los juicios, empiezan los relatos del horror.

–O sea que vos en esos años tomas conciencia de la responsabilidad criminal de Etchecolatz.

–Sí, voy a contar el hecho que certifica esta cuestión. Un día estábamos mirando la tele en casa y está el programa de Mariano Grondona. Ha habido cuestiones tan obscenas… el programa donde Grondona junta a Etchecolatz con Alfredo Bravo. En un momento, Etchecolatz le dice “maestro” de una forma que… Nunca lo dudé, pero ahí certifiqué que hicieron todo lo que hicieron. No digo que haya sido un momento de revelación. Pero fue como la certificación, el sello de todo lo que hicieron. Por eso esa escena para mí es fundante y ahí se juntan las dos dimensiones que te decía antes: la pública y la privada.

–Vas haciendo un camino, pero también tu familia toma distancia de Etchecolatz. ¿Cómo fue eso y qué pasó con tu madre en esta historia?

–Retomo acá eso de la función de la justicia, porque a nosotros primero que nada, la justicia nos sacó a Etchecolatz de encima y a mi vieja le permitió hacer una maniobra que no había podido hacer antes. Cuando él está en la cárcel de Magdalena, ella toma coraje y le dice que se quiere separar. Bajo el cobijo de la justicia que lo tenía preso. Nosotros nunca lo habíamos sabido de parte de mi madre, pero con los años y con el tiempo en conversaciones familiares supimos de la amenaza de Etchecolatz: que si se iba de su lado la mataba. A ella y a sus hijos. Todo era del orden de la imposibilidad.

–Cuando Etchecolatz cae preso, se anima.

–Ve la oportunidad y se anima. Y ahí para nosotros es una liberación tremenda, tremenda… Y sale. Sale por las leyes de obediencia debida y punto final. De todos modos no volvimos a vivir juntos. No volvió con nosotros.

Mariana Dopazo es aficionada a la fotografía. Abre una caja y remueve cámaras y lentes. Hay también varios sobres con tiras de negativos. Son fotos de una ronda de Madres de Plaza de Mayo tomadas en 1996. Por entonces Mariana trabajaba en un banco a dos cuadras de la plaza. “Me escapaba e iba a sacar fotos. Habitar esos espacios colectivos con semejante apellido no era posible para mí. Esta era yo a través de una lente en ese mundo de las marchas y reclamos, pero sin poder habitarlo”. Mariana hace cuentas mientras por primera vez en la conversación se le ablanda el gesto. “El cambio de apellido me lo dan en diciembre de 2016 y esto es del 96. O sea que entre estas fotos y ese cambio de posición que me permite verdaderamente abrazar lo colectivo pasaron exactamente 20 años”.

–La otra gran pregunta cuando aparecen en la esfera pública voces como la tuya es ¿qué saben? No puedo dejar de pensar en Chicha Mariani interpelando a Etchecolatz durante el juicio que en 2006 terminó con la primera perpetua y con la desaparición de Julio López. Chicha le dice a Etchecolatz que suelte el rosario y alivie su conciencia diciendo lo que sabe en torno al destino de Clara Anahí. Chicha partió sin encontrar a su nieta. Pero quiso conocerte. ¿Cómo fue ese encuentro?

–Ella me manda un mail, muy formal, respetuoso y a su vez muy amoroso. Y además a modo de pregunta, me decía si veía posible un encuentro. Llevó un tiempo armarlo porque a mí se me planteaba como muy tremendo esto que vos decís: cómo decir qué no van a hablar, que no van a decir lo que saben. Como era trasmitir eso…

–En el entorno familiar ustedes no tuvieron información.

–En mi caso particular no hubo información porque Etchecolatz era un tipo hermético, de verdad nosotros no sabíamos nada. En otros casos ha habido policías y militares que han contado algunas cosas, pero eso en nuestra casa no pasó. Había un hermetismo enorme. Pero esa era parte de la repuesta, no era toda. Porque después cuando elaboro estas cuestiones, estaba eso: que no van a hablar. Porque tienen esos armados de justicia, por lo menos Etchecolatz, de justicia divina. Una cosa que tampoco hay que pensarla como una locura sino como una línea de pensamiento que ellos sostuvieron. Y entonces volviendo a Chicha, armamos un encuentro. Lo que pedí por favor que sea en privado, que no roce ninguna cuestión publica. Que no haya medios que lo sepa la menor cantidad de gente posible. Y Chicha aceptó. Y entonces nos encontramos con muy poquitas personas. Y tomamos el té con unas galletitas y unos bizcochitos y ella me agarró la mano y no me la soltó en toda la charla. Fue muy conmovedor. Y ella hizo su pregunta y yo respondí.

–La pregunta naturalmente era que sabías de Clara Anahí.

–Exactamente. Entonces le respondí y ella volvió a preguntarme un par de veces más y yo volví a responderle todas las veces que hubiera sido necesario.

–¿Qué te dijo Chicha? Cuando se encontraron tu voz ya era pública.

–Que la conmovía profundamente todo el proceso que yo había hecho. La valentía que había tenido. Y en algún momento cuela algo de mi madre también, como algo del sostén y la posibilidad. Pero sobre todo eso, la valentía. Que yo nunca lo sentí así, yo no lo veo un acto valiente. Lo veo un acto desobediente.

–En algún momento una querida revista te ofrece hacer una tapa compartida con Rubén López, el hijo Julio López, desaparecido en el marco del primer juicio a Etchecolatz. Desaparición que permanece impune desde 2006. Dijiste que no a esa tapa. ¿Por qué?

–Me lo ofrecieron también muy amorosamente. Dije que no porque me parecía que era la tapa estrella que nos iba a dejar estrellados. A él y a mí. Era una foto tremenda: la hija del genocida y el hijo de dos veces desaparecido Jorge Julio López. No había posibilidad de verle nada bueno a esa foto. Nada. Después con Rubén, armamos una relación entre nosotros por fuera de esto.

–¿Qué se ponía en juego en esa imagen?

–La idea de la reconciliación. Éramos como los iconos de la reconciliación juntos en esa foto. Era eso: la idea de la reconciliación con dos personajes potentes en términos de terrorismo de estado. La potencia estaba en eso: juntos abrazándose.

Mariana vuelve a las fotos de su primera infancia en Avellaneda, poniendo en juego una revisión feminista de su biografía. Está convencida de que en el linaje de su madre y su abuela pudo hacer pie para desmarcarse del legado genocida de Etchecolatz.

–Cuándo pedís a la justicia el cambio de apellido homenajeás al linaje Dopazo.

–Mi infancia en la casa de los abuelos maternos fue una de las plataformas que me posibilitó dar este salto. Y que no fuera un salto al vacío: yo pude desafiliarme del horror porque antes había habitado algo bueno. Es esta infancia. Mi abuela Pocha le decía a Etchecolatz mal bicho. Y a veces el innombrable. La recuerdo haciendo asados en la terraza. Ella y mis tías abuelas eran minas desobedientes, no agachaban la cabeza.

–En el escrito que presentaste a la justicia encontraste un par de fórmulas muy contundentes en ese escrito sobre las que me gustaría volver. Una de ellas es “no le permito más ser mi padre”.

— “No le permito más ser mi padre” es verdaderamente una construcción que yo hice internamente. Es no permitirle habitar un lugar que ahora yo decido que él no puede habitar más. Yo no se lo permito a él. Esa es una. La otra es “exhija”. Un neologismo que un día se me puso en juego…

–Podríamos decir que ese neologismo es hoy una categoría política. De las nuevas categorías que van apareciendo en torno a la historia reciente de nuestro país para nombrar nuevos lugares identitarios. Un nuevo lugar: exhija.

–Absolutamente. Un lugar que me permite hablar en mi propio nombre. Hablar de lo más propio con lo más propio. Eso es enorme, enorme.

–Con otras hijas o exhijas que han repudiado la herencia genocida de sus padres, vienen compartiendo una reflexión sobre la desobediencia. La desobediencia en clave feminista.

–Nos impresiona mucho descubrir cómo de tan pibitas desobedecimos mandatos de silencio, de obediencia. Y los pactos con sus mujeres. Porque también pensamos en esas coordenadas: digamos qué mujeres han tenido al lado. Es interpelar a un progenitor y a una madre. Complejo de ambos lados. La complejidad es ser exhijas de genocidas. Hemos elaborado mucho y los feminismos son fundamentales en esto. Yo antes la clave lingüística que usaba para decir que uno no quería quedarse afiliada al horror era la tradición judeocristiana con esos mandatos de amarás a tu padre por sobre todas las cosas. De ninguna manera. Pero esto no lo pienso ahora, lo pensé siempre. Hoy lo llamamos patriarcado. Quiero decir tiene un nombre acorde a las coordenadas de época que nos permiten nombrar cuestiones que en su momento no se nombraban. Y ahí hago un pasaje sobre el que me interesa pensar. Por qué testimoniar y por qué contar nuestras historias siendo exhijas. Decimos que se puede ser otra cosa, que no estamos enganchados a un destino trágico como si fuese una ópera o como Icaro lanzado al sol. Una de las cuestiones que nosotras tenemos para decir es eso: la posibilidad de ser otra cosa.

–¿Qué pasó con tu mama y tus hermanos. Como recibieron esta decisión tuya de salir al espacio público a repudiar a Etchecolatz?

–No lo supieron de antemano, no hubo cálculo. Pero es una madre y dos hermanos que me acompañan y me respetan en cada paso que doy.

–Me imagino que no los sorprendió.

–Los sorprendo desde hace muchos años. Los sorprendo desde esta estrella que decido tatuarme. Mi hermano me decía estrellita roja.

–¿Cómo es eso? ¿Quién te empezó a llamar estrellita roja?

–Uno de mis hermanos, Juan. Por rebelde y por desobediente. Por pensar lo que pensaba entonces. Era como la zurdita. Entonces él había decidido llamarme estrellita roja.

–¿Cuándo te hiciste ese tatuaje?

–Este tatuaje me lo hice hace dos años, después de todo esto.

–Es decir que este tatuaje es fruto de la elaboración de este tiempo.

–Este tatuaje es una marca, es la certificación de esa elaboración.

Mariana mira una foto que la confronta con otra temporalidad y acepta el desafío de un diálogo imaginario con otra Mariana, que le devuelve una mirada melancólica desde sus 16 años. “Le diría que estaba rompiendo ese cascarón. Sin saber bien para dónde ir. Sin norte sin brújula. Se le habían desmagnetizado todas las brújulas. Y siguió adelante y volvió a armar. Volvió a magnetizar en el sentido de la vida. Y si las dos nos encontráramos en el medio, a mitad de camino, nos diríamos que siempre estuvimos del lado de la vida”.

La entrevista completa estrenada en Canal Encuentro puede verse en la plataforma pública de contenidos audiovisuales  www.cont.ar y en Youtube .

Fuente: Página 12

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