Noticias | agosto 1, 2020

Lo que se da no se quita


El culto a la Pachamama incluye una serie de rituales que intentan vincular al mundo de arriba con el de la superficie, pero que también ponen en evidencia que el hombre y la Naturaleza son lo mismo y deben convivir con amor y respeto.

Las culturas del altiplano dialogan permanentemente con la Pachamama, ya sea para pedirle sustento, para que ofrezca paz y bienestar a los pueblos o para pedirle perdón por alguna falta cometida contra ella. La ofrenda es parte indispensable del ritual y la reciprocidad entre el hombre y la tierra es uno de los principios fundamentales que rigen las ceremonias.

Desde los albores de los tiempos el ser humano ha tratado de comunicarse con lo sagrado. Su esencia como ser espiritual tiene la necesidad de contactarse con su fuente. Y desde tiempos remotos ha buscado la manera de vivir estableciendo esa conexión y de pedir y recibir la ayuda que proviene de los planos intangibles a su realidad física. De ahí han surgido las creencias y rituales como parte indispensable para vincular el mundo de arriba y el de superficie. Cada vez que se efectúa un pedido por salud, por el mejoramiento de una situación, por trabajo, por la paz del mundo, etcétera, se está llevando a cabo un ritual que representa el medio para lograr ese vínculo. Todo ritual se basa en alguna creencia, ya sea religiosa, ideológica, cultural o de tradición, pero las antiguas culturas se caracterizaban por adorar y rendir culto a la naturaleza. En América, las culturas andinas rendían su principal culto ritual a la Pachamama, la Tierra como deidad, no como tierra geológica, sino como entidad viviente y sufriente de estrecha relación con los seres vivos, como la de una madre con sus hijos. Los rituales de la Pachamama se practican desde tiempos inmemoriales. Las tradiciones ancestrales de los quechuas, los aymará y otras etnias de la zona ofrecían todo tipo de ofrendas para que no faltaran las cosechas y los elementos mantuvieran sus ciclos.

La cosmovisión andina considera que la naturaleza, el hombre y la Pachamama son un todo que vive relacionado perpetuamente. Esa totalidad es un mismo organismo vivo y consciente. Así como el hombre tiene un alma que siente, y una cabeza que piensa, también la Naturaleza vive, siente y piensa, pero no domina, ni pretende dominar, sino que responde a un orden mayor y universal. El hombre andino cree que cada persona es la naturaleza, convive y existe en ella, y desde el nacimiento debe aprender a amarla y respetarla hasta que algún día, con la muerte, vuelva a formar parte de su matriz. En las antiguas tradiciones nativas sudamericanas se considera que cuando el hombre quebranta estas leyes la Pachamama se enoja y provoca catástrofes y hambrunas.

Todas las criaturas existentes, sean plantas y animales, son considerados hermanos, pues provienen de la gran madre, y el hombre debe ser responsable de sus actos porque lo que le hace a la Tierra se lo hace a sí mismo y a todas las criaturas hermanas.

El culto a la Pachamama no pudo nunca ser acallado, ni con la conquista española ni con la modernización. Durante todo el mes de agosto sigue siendo la tradición andina que más gente reúne, incluyendo a los que profesan la fe católica. Durante la ceremonia todos repiten una antiquísima oración incaica: “Pachamama, cusiya, cusiya” (Madre Tierra, ayúdame, ayúdame). Una veneración asociada a la “madre” que conforma un puente entre el mundo antiguo y el moderno, en el que la Pachamama andina y la virgen María cristiana parecen ser una misma entidad dadora y sustentadora de vida.

EL CULTO A LA MATRIZ DE LA VIDA

La cultura andina se basa en un gran principio: “Vive en armonía con la Pachamama y recibirás sus dones en forma generosa y abundante”. Así se forjaron diversos símbolos culturales y las flores, las plantas sagradas, las aves como el kunturi (cóndor), el paka, el mamani, el luli y otros fueron objeto de veneración y culto. Entre los animales, el puma, el titi, el qarwa, el wari, el allpachu, y otros, como el quirquincho, el katari y el amaru son considerados sagrados. También las montañas más sobresalientes de los Andes son motivo de adoración, el Sajama, Illimani, Azuaya, Huayna Potosí, Illampu, el Tunupa y otras, representan deidades de la mitología andina. La gran nación quechuaymara también tiene los emblemas del Pusisuyu o Tawantinsuyu, que se representan en la sagrada Wiphala, que despliega el orden sistemático de los colores del arcoíris o kurmi.

La naturaleza, como conjunto organizador de elementos que forman la creencia indígena, es vida, lugar sagrado, centro integrador de la comunidad. En ella viven y con ella conviven en comunión con sus antepasados y en armonía con el Creador. Por eso mismo la naturaleza debe ser venerada, por formar parte sustancial de la Pachamama y de su propio proyecto que permite a un incontable número de almas evolucionar en un infatigable camino de regreso a la fuente. Para los pueblos originarios la naturaleza constituye los cimientos de la realidad y por lo tanto del cosmos, el fundamento de toda verdad a ser revelada, el receptáculo de todas las fuerzas sagradas, que se manifiesta en montañas, valles, bosques y ríos. Es la esencia del tiempo y el espacio primordial como una matriz generacional, y es por ello que existe una connaturalidad entre la Pachamama y la mujer, concretamente la madre, por su inagotable capacidad de dar amor, contención, abrigo, fruto y vida. Esta relación se expresa de modo especial en el mundo vegetal: la tierra ofrece sus frutos a todos sus hijos. De ahí la relación entre la fecundidad de Gaia y la mujer, especialmente en las sociedades agrícolas que se distribuyen en todo el altiplano andino. La esterilidad de la tierra y de la mujer constituye un gran castigo. La tierra es un lugar sagrado, un espacio privilegiado de encuentro con las deidades, sagrada madre en donde descansan los antepasados y constituye la raíz de la cultura, y de su espiritualidad.

EL OLVIDO Y LA NEGACIÓN A LA MADRE

El hombre moderno ha olvidado la importancia de rendir culto a la Madre Tierra. Así, lentamente, ha quebrantado sus leyes en desmedro de un desarrollo sostenible que le permitiera conservar su belleza, su integridad y sus abundantes pero limitados recursos. El ser humano quebrantó el poder natural de la Tierra para reproducirse, regenerarse y continuar su evolución como lo hizo durante cuatro mil quinientos millones de años, impidiendo así satisfacer las necesidades de futuras generaciones. El hombre se está dando cuenta de que vive en una profunda crisis, no sólo política, religiosa o económico-financiera, sino de la forma en que se relaciona con el planeta. Así pues, esta crisis reflejaría otra más profunda, violatoria de los principios que han mantenido durante miles de años las culturas ancestrales. El respeto a la Pachamama se perdió desde el momento que hemos dejado de ritualizar la relación con lo superior. La sociedad mundial está hoy en el centro de una formidable crisis que no sólo es ecológica, sino también espiritual, ya que hemos perdido la valoración de Gaia, la Tierra como Madre y entidad consciente. Como reza el preámbulo de la Carta de la Tierra presentada en la Naciones Unidas en el año 2000: “Vivir con reverencia ante el misterio del ser, con gratitud por el regalo de la vida, y con humildad respecto al lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza”.

Fuente: Maimara Jujuy

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