Noticias | noviembre 28, 2020

Cuando parte un gigante como Maradona


La tarde del 25 de noviembre, cuando nos enteramos en casa de la muerte del Diego, una brisa fría recorrió todos los rincones, muy similar a aquella levísima ráfaga de viento que, aquella otra tarde del 5 de marzo de 2013, apagó la vela que teníamos encendida en la cocina, segundos antes de escuchar la noticia sobre la muerte de Chávez.

En aquella ocasión nos abrazamos, lloramos, y nos prometimos ser fuertes. Sabíamos que lo que venía no sería fácil.

La tarde de este miércoles no salíamos de nuestra incredulidad. La noticia nos agarró de sorpresa, con la guardia baja. Bajé a mi cuarto y encendí el televisor. Pensé en tantos amigos en Argentina, quise saber de ellos, les escribí a unos cuantos. El dolor de la patria chica, que era mi propio dolor, no se compara con el dolor de la patria grande. Sentí que debía acompañarles.

Desde Chávez yo no lloraba la muerte de alguien.

Maradona, pequeño gigante universal que tantas veces nos pareció de otro mundo, y que tantas veces hizo de este mundo un lugar mejor. El que no se olvidó de su villa. El que nos demostró que los poderosos pueden ser gigantes con pies de barro, que no es lo mismo que pararse firme en el mismo barro, como lo hacía el Diego, y gambetear, y correr y hacer maravillas. El que les marcócon los pies y una sola vez, cuando más se lo merecían, con la mano. El que fue convertido en Dios por las mayorías, no por sobrehumano, sino porque su existencia misma, su ejemplo, constituían una blasfemia para las minorías. El de las causas justas.

También, el que siguió apoyando incondicionalmente a Venezuela cuando el recato, las buenas maneras y la hipocresía volvían por sus fueros.

Es del Diego de quien estamos hablando. No es posible rendirle homenaje escamoteando verdades incómodas.Quiero decir, es verdad que hemos tenido la fortuna de vivir los tiempos de Maradona, de Chávez, de Fidel, pero qué difícil es despertarse a la mañana siguiente y darse cuenta de que ya no están físicamente. El mundo se nos dibuja más pequeño y, al mismo tiempo, más ancho y ajeno.

La misma tarde del miércoles, uno de mis amigos argentinos me escribía que sentía que había concluido el largo siglo XX. Tal era la dimensión del Diego. Me dio por pensar que el siglo XXI venezolano, que comenzó con la rebelión popular de febrero de 1989, había concluido demasiado pronto, aquel 5 de marzo.

¿Cómo definir la época que inicia tras la muerte de un gigante? ¿Está marcada por la inevitable orfandad? ¿Estamos condenados a vivir tiempos de soledades compartidas? ¿Su muerte es apenas el hito que nos recuerda nuestra insondable pequeñez? ¿Se supone que debemos renunciar a lo imposible y conformarnos con el posibilismo?¿Es preciso olvidarnos del furor y abrazar la tibieza?

El detalle está en que nuestros gigantes no libraron épicas batallas para ganarse el favor de las mayorías. Si así fuera, el Diego se hubiera limitado a ser el insuperable, afamado e idolatrado jugador de fútbol que fue. Tampoco su grandeza radica en que nos invitaran a librarlas con ellos, haciéndonos sus fervientes seguidores.

Nuestros héroes fueron gigantes y son inmortales porque decidieron librar, junto con nosotros y nosotras, nuestras propias batallas, esas que libramos cotidianamente, y acompañarnos en nuestras victorias y derrotas.

Esa decisión de pelear juntos y juntas es la única capaz de conjurar la orfandad, la soledad, la pequeñez, la miseria de lo posible, la tibieza.

Los pueblos no son irracionales. Los pueblos no se suicidan. Pelean siempre y, cada tanto, cuando las cosas les salen mejorparen un Fidel, un Chávez, un Maradona. Y las minorías los odian como solo son capaces de odiar los que amasan privilegios, y los vilipendian, y celebran sus fracasos, y señalan sus defectos, y si tienen oportunidad les cortan las piernas. Pero los pueblos saben. Los pueblos no son tontos.

Cuando parte un gigante como Maradona, o como Fidel, o como Chávez, no importa tanto si su muerte marca el fin de una época, sino el hecho de que la vida continúa. Lo que importa es que, aunque no lo parezca, los pueblos siguen peleando, preparándose para ganar la próxima partida.

Fuente: Reinaldo Iturriza López para Nodal

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