Chile. La oscura vida radiante de Gustavo Gatica: Retrato íntimo a diez meses que le arrebataran su visión
Hace rato que, a falta de su vista, venía entrenando su oído. Y fue a través de este, en medio del alboroto, que pudo identificar lo que pasaba. Sintió un bullicio, primero, y luego un especie de clamor popular. Ruido de tambores y cánticos. Al cabo de unos segundos ya no tenía dudas. Era una bienvenida. Su propia bienvenida. “Gustavo, amigo, el pueblo está contigo”, escuchó que gritaban afuera de su casa.
No era primera vez que sentía una manifestación de apoyo. En la clínica Santa María, donde estuvo internado dos semanas, llegó mucha gente a expresarle su afecto. Recuerda un rito de un grupo mapuche abajo de su ventana y las visitas de Felipe Avello y Esteban Paredes. También la de su banda favorita, Planetario, quienes llegaron con guitarras a cantar algunos de sus temas preferidos. Letras que ahora le hacen sentido. Canciones que bien podrían hablar de él.
“Aguanta, los años vendrán, y yo se que te espantan. Dime si quieres pasear por la plaza, yo te espero. Entiendo, los días pasan, a mí también me espantan. Yo necesito que seas fuerte para poder levantarme, cuando yo no lo sea… ¿Te parece? ¿lo intentamos? Mis miedos son mis miedos, no sé cómo afrontarlos pero entre dos es más piola…”
La letra de la canción se transformó en un pequeño himno personal. “Es que cuando estás acompañado, todo es más soportable”, explica. Por eso cuando escuchó a una multitud cantando afuera de su casa, el primer día que regresó a su hogar luego que le arrebataran la vista, Gustavo Gatica le pidió a sus padres que salieran a la calle a dar las gracias. Fue un momento único. Epifánico.
–Ahí nos dimos cuenta que no estábamos solos– dice Prudencia Villaroel, su madre.
–Estaba extrañamente calmado–, cuenta Gustavo, intentando explicar su estado de ánimo cuando llegó a la clínica. Al principio, recuerda, pensó que su conducta respondía a un estado de shock, una especie de negacionismo. Pero la extraña calma la mantuvo, incluso, cuando el oftalmólogo le explicó que las probabilidades que tenía de ver eran de un 1%. “Pienso que fue bueno, para que no me hiciera expectativas”.
Enrique, su hermano mayor, esa misma tarde había acompañado a su padre a hacerse unos exámenes, luego que le diagnosticaran un cáncer a la próstata apenas dos días antes. Fue el 8 de noviembre del año pasado. Recuerda que corrió desde la Posta Central hasta la Clínica Santa María, cruzando a zancadas el puente de los candados. Lo que vio aquella vez, todavía no logra olvidarlo.
–Tengo la imagen de Gustavo tratando de procesar el tema, mis papás llorando al lado mío y yo sin poder pronunciar palabra. Fueron momentos muy fuertes– dice.
La polola de Gustavo, Javiera Sánchez, llegó poco rato después. Enrique la llamó por teléfono, contándole que a su hermano le habían disparado en la cara. Preocupada, viajó desde Colina, sin imaginar que su pareja desde la secundaria había perdido la vista. Dice que fue chocante cuando lo vio por primera vez y que Gustavo, intentando aplacar su impresión, sólo atinó a decirle: “viste que tengo mala suerte”.
Gustavo y su polola Javiera Sánchez.
La familia decidió, como tantas otras veces, no echarse a morir. El padre empezó un tratamiento y Gustavo tuvo que aprender desde cero actividades que antes parecían sencillas: lavarse los dientes, afeitarse, tomar los cubiertos y echarse nuevamente la comida a la boca. “Fue admirable”, dice hoy Don Enrique, su padre.
–Yo he estado más choreado que él– agrega su progenitor. He sufrido, he llorado, me angustio, me desespero, pero admiro su fortaleza. Un cabro la otra vez me decía que él estaría loco si le hubiera pasado algo así, pero Gustavo ni siquiera se queja.
La recuperación, en rigor, partió en la clínica. Fue allí, donde no sólo llegaron amigos y compañeros de universidad, sino también gente desconocida, como Sharon Retamal, una psicóloga con discapacidad visual dispuesta a enseñarle a usar un I phone. “Uno lo que más ocupa es el teléfono, y como Gustavo iba a seguir estudiando, le hicimos una capacitación exprés con un amigo. Aprendió muy rápido y se le vio muy animado, protegido por su familia, con el apoyo de sus amigos, siempre rodeado de gente y eso, creo, es una medicina invaluable”.
Gustavo reconoce que sentirse “apañado” le generó sentimientos positivos. Recuerda que hasta el personal de la clínica comenzó a cocinarle comida vegana. “Son cosas muy bacanes. Fue muy importante todo el apoyo de la gente”, cuenta. Y ese cariño, dirigido a él, también terminó por traspasarse a su familia. Prudencia, su madre, asegura que a veces llegaban a la clínica mujeres con un solo objetivo: abrazarla.
–Había muchas mamás pendientes de lo que nos estaba pasando, eso ayuda a que uno se fortalezca. Uno sabe que es un amor sincero, percibe que es de verdad, porque nadie le dijo a esas personas que vinieran, ellas se dieron el tiempo y simplemente lo hicieron.
Gustavo Gatica vivió toda su vida en la misma casa, ubicada en un pequeño pasaje en la Villa Pacífico, a escasas cuadras del centro de Colina. La vivienda fue adquirida por sus padres en la década de los ’80, un año después de conocerse. Enrique trabajaba como profesor de historia en el mismo colegio donde Prudencia, parvularia de profesión, acudía a las reuniones de apoderados de su hermana menor.
Prudencia Villaroel y Enrique Gatica, padres de Gustavo.
En diciembre de 1985 se casaron. Primero nació Carol y pocos años después Enrique. Los padres decidieron quedarse con la pareja, pero cuando llevaban 22 años de matrimonio llegó Gustavo. Una sorpresa que nadie esperaba.
–Cuando Prudencia me dijo que estaba embarazada yo tenía 43 años. Le dije que estaba viejo, que iba a ser como un abuelito– cuenta Enrique entre risas. Todo cambió, reconoce, cuando tomó a su retoño en brazos. Fue una alegría verlo tan sano, dice, percibir su carácter y sonrisa fácil. “Incluso ahora que es un adulto, suelo verlo todavía como niño chico”, cuenta.
Enrique, ya maduro, disfrutó de su compañía. Recuerda llevarlo a jugar a la pelota y traspasarle a él su afición por Colo-Colo. “De chico me molestaba por las canas, diciéndome que tenía el pelo igual que la camiseta”. Prudencia, en el mismo periodo, hacía clases de pre-básica en el establecimiento donde estudiaba su hijo y donde terminaría graduándose de cuarto medio: el colegio San Sebastián de Colina.
–Me acuerdo que algunas veces lo obligaban a bailar, entonces él ponía una cara de afligido en el escenario porque no le gustaba, pero lo querían harto en el colegio – recuerda.
Ambos padres, a la par que consolidaban su familia, desarrollaron una sólida carrera como docentes en distintos establecimientos educacionales de la comuna. Todo marchaba normal, hasta que en febrero del 2005, luego de meses de sufrir dolores de espalda, a Carol le detectaron un cáncer antes de ingresar a estudiar fonaudiología. Recién había egresado del colegio.
–Al principio los doctores nos dijeron que era tensional. Lamentablemente después de hacerle varios exámenes se dieron cuenta que tenía un tumor en la pelvis – cuenta Prudencia.
La enfermedad fue una estocada amarga. Carol se fue apagando lentamente. Pero pese a sus dolores, siempre tuvo tiempo de compartir con Gustavo. Varios de esos momentos quedaron registrados en videocasetes. Imágenes íntimas de ella disfrazando a Gustavo de payaso o marinero.
–La Carol nos decía que el Gustavo fue un angelito que mandó Dios para que la entretuviera los últimos años de su vida–, cuenta Prudencia. Todavía no hemos sido capaces de ver los videos donde ella lo grababa y volver a escuchar sus risas.
Carol Gatica falleció en marzo del 2006, luego de 14 meses de tratamiento. Su hermano menor, tenía 8 años. Si Gustavo llegó tarde a la familia, su hermana partió antes de tiempo.
Salvo el traslado de la mesa de centro a un rincón, todo se mantuvo intacto cuando Gustavo regresó a su casa. Eso le recomendaron a la familia y eso fue lo que hicieron. La imagen del hogar, en rigor, estaba instalada en su cabeza. Pero lo más difícil fue otra cosa: garantizar su independencia. Y eso sí que costó.
–Al principio andábamos encima, poco menos que tomándolo y llevándolo de un lado a otro– dice Prudencia.
Fue el propio Gustavo quien rayó la cancha. “Cuando yo los necesite, les voy a pedir ayuda”, advirtió a sus padres. Así fue haciéndose cargo de sus propios asuntos: ordenar la pieza, hacer la cama y pasar la aspiradora. Todo en su vida, en el fondo, tuvo que replantearse. Incluida también su relación de pareja. Javiera Sánchez, su polola hace siete años, cuenta cómo fue el proceso.
–Decidimos mantener intacta la relación y ahora pasamos más tiempo juntos. Igual esto nos ha fortalecido, pero cambió la forma de amar. Todo es diferente. Las parejas se mandan fotos de todo lo que hacen y nosotros ya no podemos hacerlo como antes. Yo le escribía cartas y ahora tiene que ser todo hablado. Eso nos obligó a decirnos lo que sentimos y hacernos mucho más cariño que antes.
Han sido tiempos de aprendizaje. Enrique, el hermano mayor de Gustavo, reconoce que él ha sido valiente y que al no ser rencoroso adoptó una posición positiva frente a las cosas. “Eso lo hace ser proactivo”, dice. Tanto así que en el último tiempo se ha atrevido, incluso, a cocinar.
–He picado cebolla y preparado tallarines. Ha sido todo un aprendizaje– cuenta Gustavo.
Fue el mismo, de hecho, quien le puso nombre en braille a los frascos de condimentos. Pero lo más difícil no ha sido estar en la casa, sino salir a la calle. “Cuesta moverse, dimensionar las distancias, los espacios, uno se siente más vulnerable, porque no sabe lo que puede pasar”, cuenta.
En la Fundación Luz le enseñaron a usar el bastón y lentamente ha comenzado a dar sus primeros pasos en la vía pública. El viernes 11 de marzo, cuando aún el coronavirus no se expandía por el país y las manifestaciones seguían convocando a miles de personas, Gustavo retornó con su hermano y varios amigos a Plaza Dignidad. Una visita que deseaba desde que estuvo internado en la clínica y se perdió el segundo aniversario de la muerte de Camilo Catrillanca. Pese a que intentó pasar inadvertido, terminó por comprender lo que su presencia generaba en otras personas.
–La gente decía “es el Gustavo, es el Gustavo” y se acercaban a saludarme. Encontré muy cuático que me diera las gracias. No le encuentro explicación a eso. Quizá sea por resistir o por seguir ahí pese a todo– explica.
Gustavo y su hermano Enrique en su retorno a Plaza Dignidad
Aún cuando aprecia el cariño de la gente, dice que no quiere ser un ícono. “Tal vez para muchos lo sea, pero cuando podamos salir a la calle no me gustaría ir adelante de la marcha en un lienzo, yo me siento más cómodo entre la gente”, dice.
Esa misma gente que ha llegado a su casa con sandías, queques, vinilos y que le han dedicado hasta libros. Personas que llaman para saber de él desde Paris, Amsterdam, Miami, Alemania, Canadá y Cuba. Y hasta esos desconocidos vecinos del barrio que ahora se ofrecen a llevar el vehículo familiar a la revisión técnica. “Todos buscan la oportunidad de demostrarnos que están con nosotros”, cuenta el padre de Gustavo.
–No saben a quien tocaron– complementa Prudencia. Gustavo no es cualquier persona, y no es que menosprecie a los demás, pero él es hijo de profesores y el colegio de profesores ha estado muy atento a lo que pasa, mi otro hijo es historiador y ha trabajado en sitios de memoria. La gente de Villa Grimaldi y varias universidades está preocupados. Existen muchas redes de apoyo que están funcionando.
Si hasta sus propios compañeros de psicología en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, solicitaron al director de la carrera, Melvin Anabalón, que si Gustavo se atrasaba, se atrasaban todos. “Si no puede tomar ramos el próximo semestre -me dijeron-nosotros tampoco vamos a hacerlo porque no queremos que él se quede atrás, en un curso nuevo, que no tenga amigos y, por lo tanto, estamos dispuestos incluso a perder un semestre con tal de esperarlo».
La gratitud, en todo caso, va y viene. Cuando Fabiola Campillai estuvo internada, fue Gustavo quien la llamó para ofrecerle su ayuda, la misma que él recibió innumerables veces. «Fabiola, vamos a salir adelante, no nos ganarán, es difícil, pero vamos a lograrlo», le dijo.
Pocos días después, la madre y el hermano de Gustavo, fueron a visitar a la familia de Fabiola en San Bernardo. Prudencia cuenta que tomaron té y que vio bastante afectado al esposo y la hermana de Campillai. Dice que les ofrecieron ayuda con abogados conocidos y les dieron algunos consejos sobre el proceso de rehabilitación. Antes de marcharse, la familia de Fabiola les regaló una caja de mercadería que habían juntado entre varios vecinos. La mamá de Gustavo se emocionó y agradeció el gesto. “De una u otra forma, terminamos ayudándonos todos”, dice.
Hace poco volvieron a hablar, a través de zoom, y prometieron juntarse las dos familias cuando termine la pandemia. “Tenemos una once pendiente”, detalla Prudencia, dos semanas antes que internaran a Fabiola por un cuadro de meningitis.
El sábado 13 de junio, el padre de Gustavo sufrió un accidente. Mientras subía la escalera, se precipitó al suelo tras perder el equilibrio. Hacía poco lo habían operado de la próstata y estaba en franco proceso de recuperación. Una fractura de cráneo obligó a hospitalizarlo nuevamente y los viejos fantasmas regresaron.
–Hubo gente que nos decía que vendiéramos la casa, que a lo mejor estaba embrujada. Las personas religiosas hablan de pruebas que hay que superar. En verdad no tenemos respuestas. Perdemos la fe, volvemos a creer, es un torbellino de pensamientos– reflexiona Enrique.
El padre de Gustavo finalmente se recuperó y regresó a su casa tras dos semanas de internación. Dice que estuvo a punto de morir y que no sabe de dónde sacó fuerzas para no abandonar a los suyos. “No me gustaría dejar solos a “prude” y gustavito, solo pido un tiempito más”, dice.
La más contenta con su regreso fue Prudencia. Ver despertar a su esposo a su lado, después de 35 años juntos, la llena de energía. “Me alegra tenerlo conmigo y que Gustavo también esté con nosotros, madurando y que comience a ver con los ojos del alma”, dice.
Gustavo cuenta que a pesar de su ceguera, su alma sigue intacta y que en su búsqueda a tientas ha empezado a valorar otras cosas. Situaciones que aun sin verlas le parecen luminosas. “Aprender que en el mundo uno tiene que estar acompañado de otras personas, aceptar la ayuda del resto, valorar a los amigos y a toda esa gente que te apoya sin siquiera conocerte”.
Para Enrique, profesor de historia, la irrupción de jóvenes como Gustavo durante el estallido social fue algo inevitable. “Esto se venía forjando y tarde o temprano iba a pasar. La gente se cansó del maltrato de las autoridades. Yo creo que después del 18 de octubre nada va a ser igual. Nadie va poder gobernar como lo hacía antes, con decretos a la medida y leyes que favorecen a la clase alta. La juventud ya no es la misma de antes”, asegura su padre.
Si hay algo que Enrique lamenta, como padre de una víctima de trauma ocular, es la normalización de la violencia ejercida por Carabineros. “Cómo es posible que hayan disparado balines de metal, destrozando la vista de más de 400 jóvenes, y nadie haya sacado una declaración, como si fuera lo más normal del mundo. No se pronunció el ejecutivo, el poder judicial y menos la iglesia católica”.
Tampoco en el caso de Gustavo habían recibido novedades, hasta la detención de Claudio Crespo, el excomandante de Fuerzas Especiales sospechoso de haberlo dejado ciego, quien fue formalizado hace apenas 20 días atrás. Una verdadera excepción comparado con cientos de casos donde ni siquiera existen imputados.
–Es importante que exista justicia para todos los casos– dice Gustavo. Hay que seguir haciendo presión y cambiar esa sensación de impunidad a la que nos hemos acostumbrado, pensando que el máximo castigo es una acusación constitucional… Mi mensaje a la gente que fue herida es que tengan aguante y paciencia. Se va a hacer justicia. Estaremos atentos a los procesos judiciales de todos los compañeros y compañeras, para que no nos pasen máquina por ningún lado.
Es preciso perseguir, asegura Gustavo, no sólo a quienes ejecutaron las órdenes sino también a los responsables políticos, incluido el presidente Sebastián Piñera. “Él es quien tiene la última palabra, es el que dirige todo y, obviamente, tiene responsabilidad. A mí me pasó esto tres semanas después del estallido y en esas tres semanas hubieron cientos de mutilados, cientos de heridos e incluso muertos. Entonces si en tres semanas no se cambió el rumbo, quiere decir que él quería que fuese así”.
Esa sensación de impunidad lo ha llevado a salir nuevamente a la calle a manifestarse. En Colina, al menos dos veces al mes suenan religiosamente las cacerolas. “Los ocho se conmemora lo que a mí me pasó y los 18 la revuelta”, cuenta Gustavo. El mes pasado se dio tiempo incluso de construir un lienzo en lenguaje braille, que diseñó con tapas de bebida que decían Wallmapu libre y partió junto a su polola, su madre y un grupo de vecinos, a una protesta pacífica en una plazoleta ubicada a un un costado del municipio. Allí se encontró con Carlos Astudillo, quien estuvo en riesgo vital tras recibir un proyectil de guerra por parte de funcionarios del Ejército días después del estallido social.
Gustavo y Carlos Astudillo en una manifestación en Colina
–En el verano, en enero, vino a verme y de ahí que somos amigos– cuenta Gustavo. Él estuvo cerca de dos meses en la clínica. Ahora está esperando una cirugía en sus piernas, se ha operado muchas veces. Yo siempre le digo que lo admiro porque yo tuve tres cirugías y ya estaba chato, no quería más y él ha tenido muchas más y sigue aguantando.
Con su amigo, Gustavo comparte información sobre otros casos de apremios en el estallido social, historias con escasa visibilidad pública, pero igual de dramáticas que la suya o la de Fabiola Campillai. “El otro día supe de una persona en Buin que los pacos le pegaron y quedó con daño neurológico, por eso con el Carlos cualquier dato de cooperación que tenga me lo comparte, yo igual a él. Siempre estamos ayudándonos, no nos queda otra, tenemos que apoyarnos entre nosotros”, cuenta.
Gustavo tiene conciencia que sin un ejercicio de visibilización es muy probable que las historias de represión tras el estallido vuelvan a repetirse. Es por eso que hoy trabaja en una iniciativa personal sobre relatos de sitios de memoria, apoyado por algunos documentalistas y artistas, que pretende mostrar en breves capítulos. Entremedio toma clases de piano, una de sus nuevas aficiones, y escucha vinilos con un equipo de alta fidelidad. Dice que se le ha agudizado el oído y que la música ha sido una compañera invaluable en este periodo.
A veces Enrique, su padre, lo escucha tararear melodías en la noche y le entra la nostalgia. Tiene miedo que en algún momento Gustavo se angustie, se desespere o caiga en alguna depresión. Pero luego lo ve sonriendo, con proyectos, y lo imagina como un profesional exitoso, un detacado psicólogo y conferencista. “Él quiere tener un negocio de comida vegana, se quiere independizar, comprar un departamento, eso habla de su optimismo y ganas de superación”, dice su padre. Luego agrega, tratando de hacerse parte del mismo sueño, que cuando reciba su pensión de profesor le gustaría ayudarlo para que pueda comprar una propiedad.
Prudencia, como siempre, asegura que estará ahí para ayudar a ambos. “El amor todo lo puede”, dice, intentando explicar cómo ha hecho frente a los vaivenes del último año. Porque pese a todas las desgracias vividas, asegura que es optimista. Que la historia de su familia es como la de esos árboles que crecen en los pantanos y echan raíces profundas que se entrelazan bajo tierra. “Entonces pueden venir tormentas, vientos, lo que sea –dice con voz apacible– y no se derrumbarán porque sus raíces están arraigadas en un amor profundo. Si uno se tambalea, el otro lo tira hacia arriba para no decaer. Eso nos ha pasado a nosotros. Nos han tocado tormentas horribles, pero siempre hay otro dispuesto a ayudar para mantenernos en pie”.
Fuente: El Desconcierto